Las religiones constituyen uno de
los cimientos de la cultura. Creer en Dios es mucho más que un
accesorio derivado de nuestra imaginación. La fe es la base de
acuerdos sociales que nos permiten vivir como comunidad. Dentro de un
mismo sistema de creencias están contenidos valores fundamentales y
horizontes existenciales, que dinamizan el sentido de la vida de un
pueblo. Precisamente por eso mismo es tan fácil exacerbar la pasión
religiosa. El extremismo religioso más que defender a una fe y a un
Dios, es la reivindicación de una identidad y de ciertas formas
culturales consideradas cruciales para existir como pueblo o nación.
El extremismo islámico es la mejor prueba de esto. En el discurso la
gente lucha por Alá, pero en los hechos se defiende de una invasión
que ha destruido un delicado orden de las cosas.
Todas las religiones se resumen
en creencias que le dan forma y generalmente personifican a la
divinidad. La materialización de Dios describe las características
de las posibilidades y limitaciones humanas. Así la fe nos ayuda a
resolver las preguntas más acuciantes de la vida. Morir es el más
grave e insoportable hecho de nuestro peregrinar por el mundo, no
comprender su sentido nos llevará indefectiblemente a creer en algo
o alguien nos permita sosegar el vértigo por el fin. Las religiones
generalmente ofrecen una respuesta a esa pregunta y ésta es casi
siempre una vida después de la muerte. Para unos es la resurrección,
para otros está la reencarnación y hay quienes creen en el grado
supremo de iluminación. De ordinario ese escenario post
mortem incluye
paraísos, lugares donde se puede vivir para siempre, identificación
plena con lo divino o sencillamente una tierra de abundancia y
felicidad.
Lo que la gente cree generalmente
viene respaldado por una comunicación divina. Es decir, se afirma
que Dios habla con la humanidad y le enseña su proyecto para que las
personas vivan conforme a él. Las grandes religiones han elaborado
un compendio de escrituras narrando esa comunicación de Dios. A esos
textos se les adjudica una inspiración divina y sus contenidos son
considerados sagrados. De esa manera la fe se disloca al ámbito del
derecho, pues los mandamientos divinos se convierten en reglas de
vida. Antes que cualquier sistema jurídico es la fe y las creencias
lo que orienta y condiciona el comportamiento humano. La gente tiene
más miedo en no entrar en el paraíso que le promete su religión
que terminar en la cárcel por cometer un delito. Esto no siempre
resulta de la mejor manera, pues algunos creen que estallar un bomba
el modo correcto de ganarse el “cielo”.
Finalmente, dentro de esta
estructura de la fe están los dirigentes. Ninguna religión es
viable si no tiene gente que se haga cargo de mantener la tradición.
Aunque los escritos fundacionales son el horizonte que hay que
seguir, estos están sujetos a la interpretación de los creyentes.
Como los límites de la imaginación humana son insospechados, los
fieles delegan a personas especializadas la tarea de conservar los
dogmas sin variaciones. El sacerdocio es uno de los oficios más
antiguos de nuestra historia. Quienes lo ejercitan se les reconoce o
se atribuyen una comunicación con la divinidad. Esa condición les
permite entablar una relación de intermediación. Son custodios de
la “verdad” divina y al mismo tiempo son quienes ofician las
ceremonias de gratitud o reconciliación con Dios. Este es el
fenómeno de la fe, tan sencillo y complejo como todo lo humano.