El poder del arte en la cultura

A lo largo del siglo XIX, en pleno auge del desvarío racionalista, las artes le plantaron el rostro a la modernidad. El romanticismo fue prácticamente una postura revolucionaria en clara oposición contra el positivismo y su método. Esa confrontación no se limitaba a polemizar entre el arte y la técnica, era también una disputa al interior del ejercicio de las mismas artes. El neoclasicismo era un cómplice más del perverso mundo ordenado por medidas exactas y fórmulas de perfección. Por eso el romanticismo era mucho más que un movimiento cultural o un frente político contra el sistema, se trataba de un posicionamiento vital que sus protagonistas encarnaron y lo tradujeron en arte. Ante el proyecto totalitario de la razón se levantaron los estandartes de la sensibilidad y los sentimientos. La mejor manera evidenciar el terrible error al que había llegado la humanidad era demostrar que hay un mundo inmenso en el que no caben las ecuaciones y las tesis.

A finales del siglo pasado nos quisieron vender el cuento de la posmodernidad, no obstante, la modernidad todavía nos persigue y goza de buena salud. Ni la caída del muro de Berlín y la consecuente conclusión de la Guerra Fría, ni la Globalización nos abrieron a una nueva época. Dos guerras mundiales parecían ser la mejor prueba de que el imperio de la razón era una tramoya, montada con el único objetivo de contar con una ideología convincente para acaparar el poder. La aberrante teoría de “la civilización y la barbarie”, usada por el neocolonialismo occidental para controlar económicamente a América e invadir y repartirse África y Asia, se volcaría en su contra. Sólo fue necesario un tipo lo suficientemente loco, para justificar mediante la “ciencia” que su pueblo era el más perfecto; por eso mismo destinado a gobernar el mundo y erradicar la contaminación judía, gitana, gay y comunista. La memoria de ese pasado sigue fresca y aun así los pretextos de la modernidad racionalista se repiten. La ilusión de la “civilización” se ha globalizado y su rosto se oculta en las transnacionales. Irreconocible se mueve por debajo de los asientos de los funcionarios del poder para erradicar la “barbarie”, que ahora se llama con sofisticación: “la lucha contra el terrorismo”.


Examinadas estas variables nos cuesta trabajo saber en qué lugar se ha extraviado la acción del arte en nuestra historia. Quizá la respuesta más fácil sería consentir el relato posmoderno y afirmar que el nihilismo nos ha vencido. Renegados de todos los grandes relatos, nos conformamos con los márgenes y las particularidades. Lo más contradictorio es que no se trata de la falta de producción, sino de la falta de comunicación. Se ha perdido el contacto con la gente y parece no haber diálogo con el mundo. De la tarea emprendida por los románticos apenas se guarda la pose dramática y el gesto bohemio. Pareciera que los requisitos para ser artista se han reducido a sentirse maldito antes que consternado, triste antes que ofendido, incomprendido antes que revolucionario. Habría que discernir hasta que punto las artes se reconocen en esos espectros. Los versos de Homero fueron recitados por todo su pueblo y aún son nuestro legado. Los bardos, juglares y cantores de yaravies le ofrecían a sus respectivas naciones la posibilidad de conversar y reinventar la memoria. La pintura podía ser una conexión y ofrenda con lo divino. La arquitectura era toda una filosofía sobre las relaciones del ser humano con el mundo.