Colombia es un pedacito de la patria grande. Su inmensidad como país
es comparable con el cariño y la ternura de su gente. Actualmente,
es el escenario del conflicto armado más antiguo del continente. Las
Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia y el Ejercito de
Liberación Nacional son colombianos y colombianas insurgentes.
Algunos prefieren llamarlos terroristas, pero si lo vemos fríamente
sólo son hombres y mujeres con un fusil, disparando a otros hombres
y mujeres que son conocidos como el enemigo. El ejercito regular
dependiente del Estado también llama igualmente a los del frente.
Entonces nos encontramos en la absurda paradoja de que los primos y
los hermanos resultaron ser el maldito adversario al que hay que
terminar.
Ahora mismo, luego de más de 50 años de conflicto, de muertos, de
secuestrados, de desplazados, de paracos y narcos, de sangre y más
sangre; finalmente la gente de las antípodas se sienta para
conversar. El tránsito entre la guerra y la paz es muy pequeño,
pero lo realmente espeluznante es el paso entre la paz y la guerra.
Tomar las armas no es difícil, sólo hay que comprar municiones y
apuntar a alguien. Ser guerrillero es un poco más complicado, pues
no es unicamente portar un fusil; también es necesario creer en una
causa. Como en otras latitudes de esta ridícula esfera de agua, los
guerrilleros se sublevaron demandando al Estado oportunidades para
vivir dignamente. Ese propósito se contaminó de muchas miserias. No
puedes ser guerrillero toda la vida, porque la pólvora se humedece y
los tiros salen chuecos. Asimismo en el otro lado, el ejercito
profesional dependiente del Estado no puede existir para matar a los
propios. El enemigo no pueden ser los ciudadanos de tu patria.
Entre los tiros y las acometidas hay pequeñas historias de gente que
cree en su vida y que quiere vivir. Negociar la paz es en el fondo
eso... darnos una oportunidad para vivir juntos. Nadie puede decir
que es mentira que el Estado fue el responsable o cómplice de que la
tierra no alcance para quienes quieren trabajarla, de que haya hambre
y miseria cuando hay otros que comen y engordan sin ningún
escrúpulo; de que la riqueza sea para unos un hecho y para otros un
sueño. Todo esto es en el fondo la historia de la humanidad, pero en
Colombia es su día a día. Vivir en un país en guerra no es fácil,
porque te duele todo el tiempo y siempre nos terminan rozando las
balas o el gemido de los murientes. Por eso la paz es importante, no
apenas para que acabe la violencia del plomo, sino y sobretodo para
que termine la secuencia de las muertes absurdas.
Cuando disparar se ha vuelto una respuesta, hablar de paz es
infinitamente arduo, porque ambas partes siguen creyendo que es
posible eliminar al otro y resolver el entuerto cancelando la voz del
oponente. Es así como la vida se vuelve trivial y la sangre es sólo
un color desparramado sobre la tierra. Cuando este argumento se
repite por cincuenta años ya no podemos creer que haya ninguna causa
justa, apenas los caprichos de ambas partes. Lo que si queda
pendiente son las respuestas que dieron origen al problema. Por eso
la paz en Colombia es una moraleja para todos nosotros. El país del
café más sabroso del mundo nos ha mostrado con sus muertos en lo
que nos podemos convertir cuando no somos capaces de hablar.
Comunicarse había resultado ser el motor imprescindible de la
historia. La lengua no sirve únicamente para articular sonidos, ella
también es la responsable de agasajar los besos.