¿Tiene la Iglesia derecho a referirse al asunto concernientes a la administración del Estado? ¿Puede la institución Cristiana hablar de la democracia cuando al interior de la misma no se practica tal forma de gobierno? Dentro de una sociedad plural y respetuosa de la
diferencia es importante que todos puedan verter su opinión y
expresar su punto de vista no sólo en lo concerniente a estos temas,
sino a cualquiera que tenga repercusión nacional. En ese sentido, la
opinión de los obispos debe tomarse en cuenta, pues ellos también
son parte de la comunidad. El problema no está en el mensaje, lo que
se afirma, o a quienes afecta. Toda comunicación es susceptible a la
aprobación o rechazo de quienes se sienten interpelados. El problema
es cuando alguien deja a un lado su calidad de ciudadano y se
pronuncia desde la palestra de una institución. De ese modo la
Conferencia Episcopal se adjudica una potestad que nadie se la ha
dado.
Hagamos algunas precisiones. En
primer lugar, la Iglesia no es la Conferencia Episcopal. Segundo, la
Conferencia Episcopal es un pequeño grupo de obispos cuya tarea
delegada por la autoridad inmediata superior es cuidar de sus
diócesis y parroquias. Un obispo es básicamente un supervisor. Él
tiene a su cargo la administración de los recursos humanos y
materiales de la Iglesia cristiana en determinada región. A la par
de aquello, su más importante responsabilidad es mantener a los
fieles animados en la fe y dentro de la doctrina. Por tanto cada uno
de ellos habrá de buscar que los miembros vivan como una comunidad
unida en Cristo y sean Iglesia. Entonces, y en tercer lugar, la
Iglesia son todos las personas reunidas en torno a determinado credo
y los dirigentes forman parte de la feligresía y se deben únicamente
a ella. La pregunta resultante es obvia: ¿que hacen los obispos
dando comunicados a toda la ciudadanía? Esto es evidentemente un
viejo remanente de la alianza entre la Iglesia y el Estado. La
Conferencia Episcopal asume que el Estado Plurinacional de Bolivia es
su parroquia o su feudo.
Que los obispos opinen está
bien, pero que no lo hagan en nombre la Iglesia, sino en calidad de
ciudadanos. Ahora bien, si es la Iglesia la que se quiere comunicar,
como institución, con el Estado, entonces ahí la figura cambia.
Tampoco tendría ser la Conferencia la que se pronuncie, sino los
representantes de toda la feligresía y esto incluye a los laicos,
los religiosos, los ministros y sus dirigentes. Eso supone escuchar
las distintas opiniones al interior del grupo, debatir ideas y llegar
a un acuerdo respecto a un tema. Si se ha conseguido un consenso en
torno a determinada cuestión y se la quiere confrontar con el
Estado, entonces quienes se pronuncien tendrían que ser los
representantes de toda la comunidad cristiana y no sólo la
gerontocracia que la gobierna. Por ese malentendido hemos sido
testigos de la intromisión de los dirigentes de algunas iglesias
cristianas en asuntos de la más alta importancia para el Estado y
sus ciudadanos. Algunos de los temas más álgidos tienen que ver el
aborto y los métodos anticonceptivos. En cuanto a la democracia,
ésta indiscutiblemente es importante, y los responsables de que
subsista como medio de organización social son los ciudadanos, no
las instituciones.