América es un mundo irreal, incompleto y falsificado. Comenzando de
su nombre, esta tierra vive enclavada en ficciones que condenan a sus
gentes a pensar en pertenencias inexistentes. Es un fenómeno
frecuente en lugares donde se ha experimentado un largo proceso de
usurpación , dominio y colonización; pero el caso americano es
particularmente dramático. Aquí hay una muy extraña ausencia de
identidad con la tierra. Para mucha gente esta es apenas una
superficie donde les ha tocado vivir, dado que sus referencias
existenciales están en otro lado. Usamos abusivamente la
generalización pues este discurso sostiene una ideología que se
impone por sobre todas las clases económicas y por encima de todos
los imaginarios sociales.
En los países que fueron antiguas colonias del imperio español, la
narrativa que se pronuncia es un mito que exalta la mentira del
mestizaje. Con abrumadora falta de conciencia, memoria histórica y
de evidencia material y científica se afirma cándidamente que somos
el resultado de una mezcla integradora y simbiótica. Una nueva raza
cuya herencia debería suponernos un sentimiento de orgullo y
felicidad. No obstante, objetivamente nada de eso es cierto. Esta
ridícula ideología apunta a armonizar un pasado violento, perverso
e imperdonable. Aún así, la gente sigue ejercitando todas las
dimensiones del alienamiento. Hablamos un idioma que no es nuestro,
soñamos con vivir en otro lado, nos juramos desentiendes de
españoles y despreciamos a todo lo que tenga que ver con lo más
autentico de este suelo.
En el norte el proceso fue muy distinto. Allí las hordas de
emigrantes del imperio británico y sus descendiente le declararon
una guerra de exterminio a los cientos de pueblos dueños de aquellos
territorios y heredades. Con ellos no querían nada, aunque la
absurda memoria del “día de acción de gracias” o la empalagosa
historia de Pocajontas quiera hacernos pensar diferente. Cuando les
arrebataron todo, los confinaron en campos de concentración donde
puedan vivir hasta morirse. En el norte nadie es mestizo, al menos no
del modo en que nosotros creemos ser mestizos. Allá todos son
“americanos”, pero no usan ese nombre como propio sino como un
apodo. Ellos son descendientes de ingleses, alemanes, griegos,
chinos, árabes o de cualquier otro rincón del mundo menos de ahí.
Se llaman americanos pero sienten que su patria está en otra parte.
Por eso la clase política dominante se afirma como parte de
occidente y nos mira al resto de los pueblos del continente como las
sobras de la barbarie. Para ellos su herencia vital y filosófica
está fundada en las costas del mar mediterráneo.
Como en el sur no hemos sabido vivir sin una referencia de
dependencia, muy pronto remplazamos a los españoles con los ingleses
y más tarde miramos hacia el norte como nuestro nuevo paradigma.
Nuestras clases medias contemplan el mundo “gringo” con
admiración e idolatría, quieren hablar ingles y pronunciarlo bien,
las vacaciones deben planificarse en Miami, el vestido y los
ornamentos son buenos cuando tiene “marca” y el estilo de vida
debe reflejar la sofisticación de las series televisivas. Esta
tierra y sus gentes lleva en esta circular y patética mentira cerca
de 700 años. Nos llamamos americanos y no sabemos que carajos es
América. No entendemos las entrañas de la tierra y mucho menos a
quienes se han empeñado con locura a pertenecer aquí y reivindicar
un modo de vida y una filosofía acorde a este suelo. Nuestra
salvación no es otra que la verdad.