El Dios de cada pueblo

El tema de la fe y la religiosidad en América Latina tiene una fuerza intrínseca que depende no apenas del cristianismo. La fe en el mundo prehispánico sostenía toda la cosmovisión y la estructura socio-política de los pueblos indígenas. Como muchos pueblos antiguos, los líderes y gobernantes tienen una relación y dependencia de tipo familiar con las divinidades. Los dioses los escogen para dirigir a un pueblo o incluso pueden ser considerados verdaderas encarnaciones morando en la tierra. La mitología de cada pueblo es una forma de escribir la propia historia. La historiagrafía es un invento de la modernidad. El rigor científico a la hora de guardar la memoria apenas tiene un par de siglos. Antiguamente se explicaba quiénes éramos y a dónde nos dirigíamos narrando nuestra génesis teológica, la relación de nuestros dioses con nuestro pueblo, el vínculo establecido con la tierra y aquello que nos distinguía de nuestros vecinos.

El cristianismo no es diferente. Es una religión nacida dentro del judaísmo. Por su parte, el judaísmo es una religión mucho más antigua, la cual se desarrolló a partir de la experiencia religiosa de pequeños clanes de pastores y agricultores del Medio Oriente hace unos 3500. Éstos a su vez habían recibido la fuerte influencia de las grandes religiones de los pueblos de Sumeria, Babilonia y Egipto, que superan los 5000 años de antigüedad. Los especialistas han demostrado ampliamente que la Torá (la biblia hebrea) compone los primeros capítulos de su historia legendaria tomando para sí antiguos relatos mitológicos de las culturas mencionadas. Episodios como el diluvio o los mandamientos son originalmente de una tradición religiosa muy distinta al judaísmo. Desde esa perspectiva, el cristianismo también hace una síntesis y re-interpretación para explicar la propia fe. Todo lo que se escribió en el nuevo testamento sobre Jesús está fuertemente ligado a una tradición mesiánica, que aspiraba a volver a reconstruir el antiguo Reino de Israel destruido por los babilonios y romanos.

El hecho de que en América seamos cristianos no cancela el pasado de nuestros antiguos pueblos, como tampoco nuestra verdadera fe. El cristianismo se incorporó en nuestra religiosidad tomando las referencias e imágenes teológicas de las creencias americanas. Es por demás conocido cómo la Virgen María se convirtió en una identidad de la Pachamama o madre tierra. Jesús es un héroe libertador a la manera de Tunupa. Santos y santas se confunden con las waqas, divinidades del bosque, montañas y espíritus antiguos. Podemos pretender que el pasado no existe, que la fe que profesamos es pura y ortodoxa; pero no hay nada más lejano de la realidad. La fe, al igual que todo lo humano, es el resultado del camino y las experiencias de las personas.


Por todo esto, la relación con la institucionalidad del cristianismo resulta muchas veces problemática. Obispos, curas, religiosos y monjas, muchos de ellos extranjeros (o gente local alienada), asumen que debemos profesar una fe cristiana europea. Consideran nuestras tradiciones y creencias como atavíos sin trascendencia. Insisten en la centralidad de la misa y los sacramentos como ejes de la fe, sin embargo las iglesias están vacías y los sacramentos son meros trámites para un certificado. Lo peor es que descuidan la importancia de la comunidad y la fiesta, elementos que para nosotros son más que determinantes para alabar a Dios y descubrir su voluntad. Olvidan que Dios es a la manera de cada pueblo y no al revés.