La libertadora de las provincias
del Río de la Plata y la audiencia de Charcas tradujo su vida en una
ofrenda incomprensible por la libertad. Juana Azurduy de Padilla es
tan infinita como la vida misma y ahora por fin nos devuelven su
memoria. La guerra de la independencia se ha construido con muchos
relatos fantásticos de héroes iluminados y brillantes. Bolívar,
San Martín, Sucre, Santander y otros ilustres varones forman parte
de nuestro patrimonio revolucionario. En ellos no sólo vemos a los
protagonistas de una guerra, sino además a los fundadores de patrias
nuevas. Bolivia, la hija predilecta del libertador, lleva nada menos
que su nombre inscrito en sus tuétanos. Sin embargo, a pesar de toda
esa narración masculina y patriarcal de la guerra, ningún futuro
habría sido posible sin el protagonismo discreto de millones de
hombres y mujeres incógnitos subsidiando una epopeya.
Las mujeres no sólo son las
madres de sus hijos. Hijos buenos e hijos malos que desenvuelven su
vida conjurando los aprendizajes de la infancia. Las mujeres son las
protagonistas de todas las historias que no se cuentan de la vida.
Aún así todo parece acontecer como si nada. Nadie cambiará los
libros de historia, nadie nos dará una educación diferente.
Seguiremos creyendo que todo capítulo del mundo es una proeza de los
machos. Nadie se acuerda de quién pare, nadie tiene memoria de cómo
la gente empezó a caminar, todo el mundo olvida que todo ser humano
suele ser la consecuencia de lo que su madre tradujo en el corazón
de cada individuo. Todo aquello es lo que nunca cabe en la
historiografía.
No obstante, su coraje es capaz
de trascender todo orden “doméstico” y burlarse de la historia
escrita por la mitad del mundo, justamente en el preciso momento en
que ellos no son capaces de agrandar la realidad. La cronología que
construyó la batalla de las Heroínas de la Coronilla parece salida
de otro planeta. No sólo subieron fusiles y cañones a la cima de un
cerro, sino además cargaron sobre su espaldas a sus wawas y a los
abuelos con la misma devoción con que iban a la guerra. Asimismo, la
Juana de América se entregó a todas las perdidas para darnos a
todos nosotros nuestra única victoria. Ofrendó su vida, perdió a
su marido durante la conflagración, sufrió como nadie más puede
hacerlo la muerte de sus hijos. Después de la independencia soportó
una vejez de soledad, abandono y miseria. Y no siendo suficiente todo
eso su pobreza no le permitió nada más que una fosa común para
depositar sus restos.
Hay pocos bolivianos que han
merecido la honra de ser inmortalizados en un pedazo de metal o de
piedra. El Mariscal Andrés de Santa Cruz es venerado con igual
devoción por bolivianos y peruanos por su genio, audacia y vocación
de estadista. Cornelio de Saavedra tiene la honra de haber sido el
primer presidente de la novísima república Argentina tras su
independencia. Y ahora, finalmente, la Libertadora recibe el sitial
que merece entre las madres y los padres de nuestra independencia.
Lamentablemente la finada heroína jamás sabrá de nuestra gratitud.
Por eso el monumento levantado en Buenos Aires no es para ella, sino
para nosotros. No apenas le quitó a Colón su plaza y su nombre
detrás de la Casa Rosada como una burla de la realidad, además se
levantó con la espada empuñada, su wawa y un pueblo sostenidos en
su espalda, como diciendo “la libertad tiene un sabor parecido a
una sopita caliente, preparada por mamá, en una tarde de frío”.
¡Qué viva doña Juana! ¡Gloria a la vida de una Titánide!