Caos y felicidad

El convivio humano se rige por la naturaleza y por la cultura. Como parte del reino animal nuestro comportamiento sigue reglas muy precisas fundadas en nuestra biología. El hecho mismo de la vida como acontecimiento histórico está condicionado por la posibilidad reproductiva de nuestros congéneres. Asimismo, la existencia es diversa en sus manifestaciones, pues no es lo mismo ser roca, árbol o vaca. No obstante hay un proceso muy semejante en todos los seres vivos, siendo la muerte el episodio conclusivo y definitivo para cada individualidad. La materia se ha ido trasformado a lo largo de millones de años. Átomos y partículas de diversos elementos se fueron combinando hasta crear el escenario presente en el que hoy existe la vida. La fuerzas físicas esparcieron y aglomeraron la materia hasta formar todo el presente conocido. A pesar de lo infinito e inmortal que parezca nuestro cosmos, este se continúa transformando y ejercitando su particular forma de morir.

Además de hallarnos sometidos a nuestra condición biológica, también estamos encadenados a nuestra condición humana. Eso que llamamos humanidad se expresa y representa por la cultura. Cada sujeto, pueblo y nación es un recipiente contenedor de profundas y arraigadas tradiciones. De hecho toda forma cultural es una largo ejercicio de repetición de fórmulas de convivencia. En gran medida la transmisión de estas tradiciones sucede por medio del lenguaje. Nuestra capacidad comunicativa tan compleja y sofisticada nos permite capitalizar cada aprendizaje y consignarlo dentro del discurso como parte de nuestra vida. El modo en que nos reconocemos como parte de un grupo, la forma en la que estructuramos la familia, los mecanismos que se estipulan para la delegación y el reparto del poder, la forma en que realizamos nuestras fiestas o el modo en que rendimos culto y memoria a nuestros muertos; todo fue pautado en varios momentos de la historia común que dieron origen a formas y códigos protocolares.

La destrucción, la violencia y la guerra parecen existir en una constante dialéctica con la creación, la ternura y el amor. El mundo físico y la historia de la materia nos narran largos y repetidos capítulos de explosiones, caos, fuego y tinieblas; pero así mismo, los cataclismos son sucedidos por la luz, la armonía y la vida. Por su parte, la naturaleza y el mundo, que en toda su finura y perfección manifiestan un orden delicado de equilibrio, realmente son una constante de muerte y sobrevivencia. Cada individuo de este planeta, bajo el auspicio de sus colectividades, juega todas sus armas para existir y perdurar en la historia; sea a través de transmisión genética o como una remota y extraviada huella. Esa extraordinaria espiral de violencia que empieza desde los más diminutos microorganismos y se extiende hasta nosotros, quienes al parecer hemos puesto toda nuestra inteligencia al servicio del terror.



Todo esto mal podría entenderse como una condena ontológica a un ciclo infinito de repetición del caos. Nos demanda más bien preguntarnos ¿Cómo es qué, siendo nosotros la única vida inteligente en el universo, no dirigimos nuestra lucidez y nuestros afectos a burlar la muerte? Ser consientes del mundo y poder explicarlo debería ser el impulso principal para poder ordenar nuestra propia vida en función a la paz y la felicidad. Habría que empeñarse en garantizar la dignidad de la tierra y los seres vivos, fuente única de nuestra subsistencia. Imprescindible es educarnos más para matar menos.