Los Camuflados

Actualmente existen cerca de 52 millones de personas que se reconocen como miembros de un pueblo o nación indígena en toda América. La población total de nuestro continente ronda los 950 millones de habitantes. En América Latina y el Caribe la población alcanza prácticamente los 600 millones, de los cuales, aproximadamente 48 millones de personas pertenecen a uno de los 522 pueblos originarios que aún se han mantenido con vida. A pesar de todos estos datos, lo indígena continua siendo considerando una realidad invisible. Nadie se pregunta cómo es posible que todo un continente haya proscrito a la extinción la memoria de su pasado. Y lo que es peor, ¿cómo 900 millones de personas no ven en lo indígena su punto de referencia para comprenderse y comprender este lugar en el mundo? Damos por supuesto que las tradiciones y el aparato conceptual de nuestros pueblos antiguos murieron en la masacre. Entregados en absoluto a la alienación lo indígena es lo totalmente otro y distinto a mí. Nos hemos solazado de vivir en lo prestado, en un mundo ajeno, construyendo una representación falsificada de nosotros mismos.
En la colonia lo mestizo formaba parte de una compleja y escalonada estructura burocrático-racial. En principio el objetivo fue mantener separados a dos pueblos distintos: la República de los Indios y la República de los Españoles. Pero más tarde, con la proliferación de familias interétnicas, se impusieron criterios de pureza basados en la sangre, la pigmentación de la piel, los ánimos y el carácter. Las lógicas de parentesco, tan importantes en el mundo indígena para construir comunidad, son completamente canceladas por fronteras sociales impuestas desde la metrópoli. Destruidos los lazos que tejen las redes familiares, las castas sirvieron para el control y monopolio del poder. Ser indio era equivalente a NO ser, lo que hacía del lado opuesto de la pirámide social un lugar apetecido pero inalcanzable. La única manera de ganar derechos, privilegios y estatus, en definitiva existir, era burlar al sistema y trepar escalones. Hacerse mestizo fue siempre el primer peldaño hacia la recuperación de un nombre y un lugar en la historia.
El siglo XIX trajo consigo una nueva compresión del mundo. América siguió muy de cerca toda la ebullición filosófica, científica, económica y política de época. Del glorioso imperio español quedaban apenas sus sombras, mientras Francia marcaba el curso del pensamiento, Inglaterra reinventó la economía y un nuevo modelo de colonialismo. Sabemos que el proceso independentista nos separó de la península en el plano administrativo, pero en los hechos quienes tomaron las riendas del gobierno fueron los de la casta criolla (españoles nacidos en América). Es en razón de esa inconsistencia en la cohesión social que indígenas, campesinos y afrodescendientes nunca conocieron tal emancipación, sino el rostro de un nuevo patrón que se ha perpetuado en el poder bajo la ficción de las democracias burguesas. Luego del fin de la Colonia, las Repúblicas se convirtieron en sofisticados “Estados de expropiación”.

Para construir una identidad que justifique la existencia del “ser nacional”, el criollaje reinventó lo mestizo como categoría cultural, puesto que ningún sistema de castas sería admisible dentro del paradigma del derecho positivo. Entonces se apropiaron del pasado prehispánico para crear representaciones de Estados modernos, construidos a partir del legado ancestral de nuestras civilizaciones, combinado con lo más encumbrado de la cultura europea. La recuperación de ese patrimonio se reduce a las ruinas de las otrora grandes civilizaciones americanas. El “indio” ya no existe, pues es sinónimo de retraso y barbarie, una subhumanidad destinada a la desaparición o a la asimilación forzosa. Somos, sin duda, el resultado de esa tramoya; cientos de millones de camuflados en el ropaje del mestizaje, cancelando nuestro pasado y negando nuestras entrañas.