Nuestras lenguas, nuestras entrañas

El lenguaje cumple básicamente una función comunicativa y de construcción de sentido de la realidad. Su aparición y desarrollo es la historia misma de la humanidad. A lo largo de nuestra evolución toda la comunicación posible comenzó siendo unos gruñidos y unas señas, para que poco a poco se vaya transformando en un complejo sistema de que dio lugar a un discurso por el cual podemos hablar de historia. Lejos de ser una cualidad periférica, el lenguaje ha hecho posible todo cuanto somos hoy, precisamente por la habilidad de transmitir y sistematizar conocimiento. De hecho, sólo podemos hablar de humanidad en razón de que todo lo humano no es nada más que lenguaje. Todo aquello que denominamos cultura es una herencia lingüísticamente transferida. La memoria no sería más que un perpetuo silencio interior si no pudiésemos proferirla para rememorarla.

Cada idioma y sus respectivos dialectos son traen consigo una larguísima secuencia de transformaciones que actualizan la propia comprensión de nosotros mismos. Indudablemente, el lenguaje nos nombra y nos aprovisiona de argumentos para comprender, desde una infinita cantidad de ángulos posibles, la existencia y la finitud. El lenguaje valido de la escritura hizo posible convertir unas sencillas huellas sobre la piedra en una extensión de la vida, la cual que parece burlarse de la muerte. Textos antiquísimos vuelen a nosotros describiendo una realidad y contexto ajeno, que al mismo tiempo lo hacemos propio. Es así que todo lo que llamamos tradición discurre junto a nosotros como un subsuelo. Aquello nos permite saber a donde pertenecemos y desarrollar la identidad junto a nuestro pueblo.

La perdida, falta de uso o desaparición de cualquiera de los idiomas del mundo debería suponernos una desgracia mayúscula. Con cada idioma desaparecido no apenas se pierde un vocabulario y sus respectivos fonemas, también desaparece una singular y única manera de nombrar al mundo y la realidad. Aunque la variabilidad lingüística hace difícil una franca comunicación entre todas las sociedades, su asombroso abanico de posibilidades nos otorga un substrato increíble para la comprensión. Dado que todo cuanto somos capaces de entender se trasmite dentro de los márgenes y limitaciones de un idioma concreto, la socialización de los aprendizajes debe transitar por traducciones que siempre pueden amplificar y aprimorar los alcances de nuestros conocimientos.


La nueva Constitución propone incluir el tema del lenguaje como una asunto clave de nuestra agenda nacional hacia el futuro. Inicialmente todos los funcionarios públicos deben progresivamente convertirse en bilingües, demostrando la capacidad de comunicarse en al menos dos de los idiomas oficialmente reconocidos por el Estado. A muchos les parece una medida pintoresca y fútil, no obstante el hecho tiene un valor crucial en la construcción de lo que somos. En el pasado la colonización y su germen incrustado en la República se propusieron uniformizar la diversidad. Gran parte del falsificado discurso del mestizaje se sostiene precisamente en la castellanización de la identidad. Por eso no hasta hace poco, hablar un idioma que no fuera el castellano era sinónimo de atraso, ignorancia e “indianidad”. Hoy el Estado demanda a sus funcionarios trasformar su epistemología comprensiva y entrar en sintonía con el mundo al que pertenecemos. El lenguaje construye realidades y ya es tiempo de reconocernos tal y cual somos, para pronunciarnos en nuestros verdaderos idiomas. ¡Suma walikiwa!