Si tuviésemos que apartarnos de nuestras tradiciones y creencias
religiosas quedaríamos huérfanos de las más básicas respuestas a
aquellas interrogantes cruciales de la vida. Básicamente todo lo que
somos es la suma de un acumulo de aprendizajes y apuestas. Todo
nuestro aparato comprensivo se cimienta en la experiencia, de la que
hemos aprendido los protocolos de sobrevivencia y corresponsabilidad.
Nada de todo cuanto está vivo es posible por su mera voluntad, sino
por una infinita cadena de dependencias. Por eso la experiencia
genera prácticas y modos de proceder, es una secuencia de
acomodación a los hechos. Exactamente igual que el niño que aprende
que el fuego es peligroso y doloroso el momento en que se quema los
dedos; los seres humanos aprendimos a no morir de causas estúpidas
viendo morir a mucha gente tonta o desprevenida. El decurso de la
vida humana es posible, antes que por nuestra habilidad de razonar,
por nuestra sorprendente capacidad de acostumbrarnos. La gran mayoría
de las cosas que solemos hacer como si fueran cotidianas responden a
unas leyes tácitas sobre el “debe ser” de la cultura a la que
pertenecemos.
La conciencia de Dios está sujeta a estas variables. Nuestra
creencia en una entidad superior divina tiene harto que ver con todas
las cuestiones no respondidas plenamente con la experiencia. Por
ejemplo, nadie ha vuelto de la muerte para contarnos que ocurre
después de ese tránsito. Sin embargo todos los pueblos, culturas y
religiones tienen una opinión al respecto. Para los cristianos la
resurrección es la respuesta a la finitud. Su dogma afirma que
después de morir iremos habitar en el Reino de Dios y compartir con
Jesucristo la plenitud de la Vida Eterna. Algunas culturas orientales
sostienen que nuestra muerte da paso a una o varias reencarnaciones.
La existencia es un proceso de purificación y cada reencarnación es
una ruta de expiación que culmina con una vida más allá de lo
terreno. Entre las tradiciones americanas se hace una distinción
entre la corporeidad y el espíritu. Al morir la carne vuelve a la
tierra, pero el espíritu habita el mundo como presencia inmaterial y
custodia de los mortales junto a las divinidades mayores.
Si no tuviésemos cultura, si no nos hubieran amoldado la conciencia
de esas creencias, estaríamos libres de todas las ficciones, pero
probablemente aterrados y abandonados a la incertidumbre. La vida
humana es un estado de conciencia de la vida misma. La muerte es el
fin de ese estado de conciencia, o más bien el retorno al estado de
intimidad con la materia. Lo más probable es que al morir volvamos a
ser lo que fuimos antes de nacer, una diminuta fracción de los
elementos que hacen posible esta y muchas otras vidas. En cuanto a
nuestras creencias, es imposible que todas sean verdad, incluso que
alguna de ellas lo sea, ya que están sostenidas en discursos
religiosos sin ninguna prueba de validez o autenticidad. Si hay Dios
claramente no es posible que exista una colección de rostros y
apariencias distintas para que se acomoden a cada uno de los
caprichos religiosos de cada fe. Asimismo, si hay algo que esperar
después de la muerte, es seguro que no es posible que existan
realidades paralelas amoldadas a cada una de las expectativas “post
mortem” de cada dogma. Todo el mundo morirá igual que todo lo
mortal y la existencia de cada sujeto no se debe sino a su propia
oportunidad de vivir. La felicidad no está sujeta ni a la divinidad
ni al destino, apenas al capricho de la estadística y el azar.