Estado y Nación son una ficción que nos permite pertenecer a un lugar. El ejercicio de nuestra humanidad requiere de estos intangibles para poder darle sentido a la finitud. La vida debe acontecer dentro de un marco de referencia de lo contrario no hay las condiciones para componer ninguna historia. Inicialmente no podríamos construir un relato, pues éste necesita de una audiencia, pero lo más dramático es la carencia de memoria. Nuestra única arma contra el fin es el recuerdo, las huella y las marcas en la piedra o en la carne. Ser parte de un grupo nos otorga la posibilidad de que nuestra existencia pueda ser nombrada. Básicamente se trata de una ampliación de nuestra conciencia de familia. La cual también es una creación cultural susceptible a cambios y transformaciones.
Estamos acostumbrados a que las cosas sean del modo en que las hemos conocido, por eso nos cuesta creer que puedan ser de otra manera. Tanto la idea como la forma en que nos organizamos en el núcleo del hogar es una representación social que nunca será definitiva. La humanidad ha ejercitado las más diversas posibilidades con la misma proporción de éxito como de fracaso. La familia nuclear monogámica es apenas una posibilidad en un universo de variables. La poligamia es una forma de familia que todavía se practica en muchísimos contextos. Los Yanomami la viven de tal manera que los hijos son criados por toda la comunidad. La paternidad y la maternidad biológica no es la variable predominante. El pueblo Mosuo viven en un matriacardo con matrilocalidad, motivo por el cual el padre biológico no interviene en la crianza. Los hijos se crían con la madre, en tanto que los hermanos de esta o su padre asumirán el rol de figura paterna. En nuestros contextos urbanos comenzamos a adaptar las legislaciones a nuevas formas de familia que le den cabida a lo homosexual y lo heterosexual con igualdad de derechos.
Lo que hacen los Estados es amplificar ese sentido de familia vinculando a los sujetos a una historia común, a unas instituciones que organizan la convivencia, a un territorio que nos da carta de radicatoria y a un poder que regulariza y supervisa el orden convenido para lo cotidiano. Por eso podemos hablar de la patria como si se tratara de nuestra familia. En casa recuperamos los nombres de los abuelos y las abuelas para detallar las pequeñas batallas que dieron lugar a nuestra vida. En la escuela aprendemos los nombres de héroes y próceres exactamente con el mismo espíritu. Llegados a este punto, una pregunta se hace necesaria para cuestionar toda esta escenografía ¿Es la constitución formal de un Estado lo que garantiza la existencia de un pueblo como Nación? Hay pueblos que han demostrado que se puede prescindir de él. Los gitanos son un caso paradigmático, ellos viven dentro de las fronteras de muchos Estados, pero su historia, su memoria y tradición permanecen ligados al recorrido de su itinerancia. Sin patria fija este pueblo ha hecho del mundo su hogar.
De cierto modo una suerte parecida es la que han tenido que soportar nuestros pueblos indígenas del continente, pero con una terrible paradoja de por medio. Los pueblos fundadores de todas nuestras historias deben existir como fantasmas camuflados. Los Estados americanos se nombran por encima de quienes le dieron sus verdaderos nombres a la geografía que hoy ocupamos, se olvida por completo que en ellos está la génesis de todo lo que somos. El triste drama de ser fruto de la violación, criados en la sumisión y madurados en la alienación ha dado lugar a Estados imaginarios; meros nombre cuyas banderas y equipos de fútbol son su único patrimonio. Creemos en un país que en los hechos no existe porque el pueblo que somos no se piensa como comunidad y mucho menos como familia. ¿Podrá la Plurinación, como nuevo imaginario, reedificar el poder y la memoria, o nos quedaremos en una simbología cosmética?