Nos cuesta mucho asumir que todo está redondeado por su término. Un país, en cuanto territorio de mortales, no está exento al mismo destino. Los nombres hacen que las cosas existan para nuestros sentidos. Existen porque las llamamos, son venidas a nosotros como objetos y se convierten en entidades con significado. Aparecen como hechos tangibles o como memoria, en ambos casos están presentes en nuestra conciencia en tanto podemos pronunciarlas. En consecuencia, las cosas dejan de SER cuando desaparece la palabra que las nombra, sin embargo, se ESTÁN. La tierra, el aire, el universo entero existe sin la necesidad de nombrarnos a nosotros.
En muchos idiomas no existe diferencia entre el verbo “ser” y el verbo “estar”, incluido el ingles. Nosotros, que somos herederos de lenguas y culturas donde no hay tal distinción, es por castellano (nuestra lengua incorporada) que somos capaces de entender la diferencia. Por ejemplo, en el aymara ninguno de los dos verbos queda expuesto como una palabra completa, sino la idea se expresa mediante un sufijo. Así, las cosas se ESTÁN y SON al mismo tiempo. Primero manifiestan su derecho a ocupar un lugar en nuestro horizonte particular de apropiación de la realidad, de la misma manera que nosotros. Después se escabullen entre nuestras necesidades para apresurar, con la falta de su presencia, un nombre que convoque tal hecho. Cada cosa se ESTÁ porque transita el tiempo y el espacio y se ES en la medida que nuestros sentidos perciben los contornos de su materialidad, primero como objeto indefinido y después como forma reconocible con un nombre propio. Es por eso que las montañas y nevados resultan ser nuestros abuelos y las piedras pueden ser distinguidas por su sexo. Los objetos son sujetos y se comunican con su propio idioma para incidir sobre el transcurso de nuestra mortalidad.
En esta misma perspectiva, un país es sólo un invento de nuestra lengua y tal artificio es sostenido en un ejercicio constante de la fuerza de un cuerpo de personas convencidas de que son parte de algo mayor que ellas mismas. La propiedad sobre el territorio sólo es posible nombrándolo y demarcando unas fronteras respecto a quienes quieran poseerlo y en consecuencia nombrarlo de otra manera. Bolivia, como toda nuestra América, es una de tantas farsas de eso que llamamos historia. Es un suelo al que, como pueblo, nos hemos pertenecido y hemos poseído. Cuando nos invadieron no desaparecieron a nuestros abuelos, sino nos conquistaron con la pronunciación de los nombres. De ese modo este pedazo de patria es el resultado de muchísimas palabras olvidadas. Hablamos obviamente de idiomas, lenguajes y formas de comunicarse, pero también nos referimos a epistemologías, querencias, apegos y cicatrices que siendo fuego son capaces de marcar la piel.
Siempre podemos ser nombrados por otros como bolivianos, pero nunca olvidemos que somos nosotros quienes estamos asentados en este suelo antes del nombre y le damos cuerpo y textura a su palabra y no al revés. Cuando deje de existir y su nombración se evapore, nuestras vidas mortales serán las que provoquen el milagro de la memoria.