Los sueños de la Madre

El discurso de la Pachamama y la Madre Tierra tiene sin lugar a dudas un substrato religioso. Las culturas americanas en general han feminizado la divinidad. De por medio hay un largo proceso de transposición de categorías cristianas por encima de las devociones aborígenes desde el tiempo de la colonia. Dado que fue casi imposible convencer a nuestros antepasados hacerles renunciar a sus deidades, se recurrió a cristianizar los lugares sagrados y a las divinidades custodias de esos refugios. Es conocido y está documentado que muchos santuarios fueron derruidos y sobre sus cimientos se edificaron templos cristianos dedicados a advocaciones del panteón foráneo. 

De esa manera es comprensible el desmesurado afecto que tenemos los latinoamericanos por la virgen María, quien ha encarnado la memoria en contra del olvido de las raices. Nuestras Señoras de Guadalupe, Copacabana, Chiquinquirá, Cacupé, Luján, Urkupiña, Socavón, Aparecida, Coromoto; y otras muchas advocaciones nos remiten al verdadero amor por la tierra. María no es sólo la madre de Jesús, el Mesías, también es la custodia de la familia y del suelo que nos da de comer a todos, material y espiritualmente.

En nuestra epistemología no se comprende al ser humano como una entidad elevada por encima de lo viviente, sino es una pieza más de las muchas que juegan al ejercicio del intercambio de dones. En estos lares estamos convencidos que no nacemos para dominar al mundo, pues estamos seguros que apenas auspiciamos dinámicas de reciprocidad. La tierra nos necesita tanto como la gente que la habita y la levanta necesita a ella. Particularmente en los trópicos, la geografía que ocupamos nos vence constantemente y nos da permiso para estar. La lluvia, el viento, el frio el calor, la humedad, el polvo… todo nos gana siempre y cancela nuestro deseo de controlar el orbe. Sin embargo, dejamos marcas en la piedra; entonces esas superficies se entregan a concurrir en nuestra historia. Sean semillas o árboles crecidos, el tiempo es la suma de lo habido y lo que somos.

Ahora nos enfrentamos a la posibilidad de sucumbir como pueblo general a una catástrofe mundial, pues para una hecatombe que lastima a todos no puede haber naciones ni fronteras. Lo peor de todo es que quienes han de sufrir las consecuencias de nuestros excesos son nuestros hijos y eso es lo que realmente nos duele. El ser humano quiere existir, pero jamás lo va conseguir hasta subordinarse a la reciprocidad. Este ejercicio no es solamente el favor a quien nos ha favorecido, realmente se trata propiciar escenarios de plenitud. Obviamente para que tal cosa suceda es imprescindible cambiar nuestra condición superioridad sobre la vida.

Bolivia ha reivindicado los derechos de la madre tierra y sus diplomáticos han sido parte de las negociaciones del último acuerdo firmado en París. Visto desde el plano jurídico es claro que parece insuficiente lo acordado. No obstante, será la única herramienta legal para demandar a los que más contaminan, y a la vez un punto de referencia para contagiar la filosofía de la reciprocidad al mundo entero. La humanidad ahora está obligada a mirar a la naturaleza como su madre. Y siendo hijos de ella sencillamente no podemos conspirar en su terminación.

Si algo tiene para ofrecer el continente y nuestras culturas al mundo es justamente esa otra perspectiva de las relaciones humanas con la naturaleza. El mundo está encarnado y tiene vida. Nos toca pronunciar su nombre y decir sus sueños.