Latinoamérica
tiene una especial devoción por los caudillos. Si nos remitimos
estrictamente a la historia republicana de Bolivia, no hay dudas de
lo que se afirma: Bolívar, Santa Cruz, Belzu, Siles, Paz Estensoro,
etc; son apenas una parte de una lista enorme de “imprescindibles”
de nuestra historia. En el continente quién puede ignorar a figuras
contemporáneas como Chávez, Castro, Correa, Morales y los Kirchner.
Es más, si fuéramos estrictos también deberíamos considerar a
nuestras viejas pesadillas. Acaso hay alguien que se atreva a decir
que Banzer, Videla, Pinochet y Stroessner, entre otros, no fueron
también caudillos; tan amados y odiados por su gente como los que
expresan su devoción por los líderes actuales.
Nadie ha olvidado que las dictaduras ocurrieron con el patrocinio y asesoría de los gobiernos norteamericanos. El plan Cóndor materializó la irracional obsesión por destruir la filosofía socialista que se incubaba en América Latina. Los dictadores fueron su engendro y estos esbirros nuestros tiranos. Mucha gente entregó la vida contra esa tramoya y la violencia institucionalizada se encargó de acallar a los disidentes. Pero tampoco nos contemos mentiras, no faltaron aquellos que fueron sumamente felices con las botas aplastando cabezas. Posteriormente, ya en la época liberal, nos acostumbramos a vivir en la ficción de las urnas, donde la plata hace el trabajo sobre las conciencias y los votantes se convierten en estadística. La prueba más fehaciente del grado de nuestro auto engaño es la incontestable estupidez de un país que fue capaz de escoger a su viejo dictador como presidente democrático.
Ahora nos enfrentamos a una nueva decisión comunitaria en vísperas a un referéndum. Los tiempos han cambiado y el escenario político también. Han pasado 15 años de la emergencia de la izquierda en el continente, la cual ha coincidido con un tiempo de prosperidad económica. Esto ha permitido mejorar sustancialmente los indicadores de pobreza y desarrollo humano. Sin duda, el progresismo ha transformado la realidad de nuestros pueblos, pero lamentablemente también se ha empeñado en creer que este proceso sólo puede seguir adelante con “imprescindibles”. Pseudo-mesías que siguen el curso de todos los mesías: se mueren o los crucifican.
Recientemente Álvaro García Linera, encarnando a San Juan Bautista en el desierto, proclamó en tono profético: “El presidente Evo es la resurrección del pueblo indígena. El presidente es como Jesucristo resucitado, es como el pueblo indígena que resucita”. “No lo abandonen, el presidente Evo si tiene apoyo construye colegios, si no tiene apoyo regresarán los gringos, regresarán los vendepatrias, regresarán los asesinos y a las wawas les van a quitar todo y no va a haber destino. Va a haber llanto y el sol se va a esconder, la luna se va a escapar y todo va a ser tristeza para nosotros, no se olviden.”
Argentina y Venezuela nos demuestran dos cosas: Primero, Latinoamérica es más democrática que nunca, y los radicales de derecha que acusaron a la izquierda de totalitaria y absolutista deben pedir perdón. Segundo, las ideologías y los mesías se sostienen en el aparato de un partido político, allí nacen y allí terminan. La gente de a pie, ricos o pobres, sólo quieren alimento diario sobre su mesa y libertad con oportunidades para trabajar. No votaremos a favor o en contra de alguien por temor a un cataclismo, sino únicamente porque todavía creemos o ya no creemos en él.
Nadie ha olvidado que las dictaduras ocurrieron con el patrocinio y asesoría de los gobiernos norteamericanos. El plan Cóndor materializó la irracional obsesión por destruir la filosofía socialista que se incubaba en América Latina. Los dictadores fueron su engendro y estos esbirros nuestros tiranos. Mucha gente entregó la vida contra esa tramoya y la violencia institucionalizada se encargó de acallar a los disidentes. Pero tampoco nos contemos mentiras, no faltaron aquellos que fueron sumamente felices con las botas aplastando cabezas. Posteriormente, ya en la época liberal, nos acostumbramos a vivir en la ficción de las urnas, donde la plata hace el trabajo sobre las conciencias y los votantes se convierten en estadística. La prueba más fehaciente del grado de nuestro auto engaño es la incontestable estupidez de un país que fue capaz de escoger a su viejo dictador como presidente democrático.
Ahora nos enfrentamos a una nueva decisión comunitaria en vísperas a un referéndum. Los tiempos han cambiado y el escenario político también. Han pasado 15 años de la emergencia de la izquierda en el continente, la cual ha coincidido con un tiempo de prosperidad económica. Esto ha permitido mejorar sustancialmente los indicadores de pobreza y desarrollo humano. Sin duda, el progresismo ha transformado la realidad de nuestros pueblos, pero lamentablemente también se ha empeñado en creer que este proceso sólo puede seguir adelante con “imprescindibles”. Pseudo-mesías que siguen el curso de todos los mesías: se mueren o los crucifican.
Recientemente Álvaro García Linera, encarnando a San Juan Bautista en el desierto, proclamó en tono profético: “El presidente Evo es la resurrección del pueblo indígena. El presidente es como Jesucristo resucitado, es como el pueblo indígena que resucita”. “No lo abandonen, el presidente Evo si tiene apoyo construye colegios, si no tiene apoyo regresarán los gringos, regresarán los vendepatrias, regresarán los asesinos y a las wawas les van a quitar todo y no va a haber destino. Va a haber llanto y el sol se va a esconder, la luna se va a escapar y todo va a ser tristeza para nosotros, no se olviden.”
Argentina y Venezuela nos demuestran dos cosas: Primero, Latinoamérica es más democrática que nunca, y los radicales de derecha que acusaron a la izquierda de totalitaria y absolutista deben pedir perdón. Segundo, las ideologías y los mesías se sostienen en el aparato de un partido político, allí nacen y allí terminan. La gente de a pie, ricos o pobres, sólo quieren alimento diario sobre su mesa y libertad con oportunidades para trabajar. No votaremos a favor o en contra de alguien por temor a un cataclismo, sino únicamente porque todavía creemos o ya no creemos en él.