Hay muchas formas de entorpecer la felicidad. Son un sin fin las maneras en que se puede auspiciar despropósitos para derrumbar las buenas relaciones. Entre las comunidades, al igual que las personas, se generan procesos de amistad o enemistad en función a las necesidades o conveniencias. La memoria nos ha demostrado que los capítulos de lo que llamamos nuestra Historia es un ciclo irrefrenable de agresiones. Todavía hoy se debate en el mundo académico cuáles son las razones por las que el genero humano se entrega a los infiernos de la guerra. Algunos creen que nuestro narcisismo bélico es connatural a nuestro modo de ser, es decir, hay una predisposición intrínseca a la violencia.
El antiguo relato bíblico de Caín y Abel nos demuestra que ya para las primeras civilizaciones era un motivo de debate la guerra. Para los exegetas, el texto hace referencia a una disputa entre agricultores y pastores. La muerte del infortunado hermano de Caín representa enfrentamiento entre dos parcialidades por el control del territorio. Según el texto el asesino se encontraba celoso de las ofrendas de su hermano. Piadosamente se afirma que la génesis de la violencia era por demostrar quien merecía ser el beneficiario de las bendiciones de Dios. El relato del fratricidio es subsecuente a la creación y la expulsión del paraíso. El mundo, el pecado y la guerra son sin duda los grandes temas de la fe de los antiguos.
Las grandes mentes de nuestra época también se interrogan sobre estos mismos asuntos. Es muy célebre una correspondencia entre Einstein y Freud, quiénes intentan encontrar una respuesta más racional a tan agudo problema. El genio de la teoría de la relatividad le preguntó al padre del psicoanálisis lo siguiente: “¿Hay algún camino para evitar a la humanidad los estragos de la guerra?”. Esta es parte de la respuesta: “¿Cuánto tiempo tendremos que esperar hasta que los otros también se vuelvan pacifistas? No es posible decirlo, pero acaso no sea una esperanza utópica que el influjo de esos dos factores, el de la actitud cultural y el de la justificada angustia ante los efectos de una guerra futura, haya de poner fin a las guerras en una época no lejana. Por qué caminos o rodeos, eso no podemos colegirlo. Entretanto tenemos derecho a decirnos: todo lo que promueva el desarrollo de la cultura trabaja también contra la guerra.”
Precisamente, lo que atormenta de la guerra son sus consecuencias. El dolor, la muerte y el vacío son sus únicos frutos. Cualquier futuro, por feliz y benevolente que este sea no podrá reparar el agujero en el pecho de toda una comunidad. Una niña Siria, refugiada junto a su familia en el Líbano, recordaba su realidad antes y después de huir de su patria a causa de la guerra: “Recuerdo todo. Todo era mucho mejor, muy bonito. Todo era más agradable. Pero entonces, la guerra estallo delante de nosotros. Ya nada era bueno. Huíamos de todo y comenzó a hacer frío. Así que vivimos aquí, con la guerra zumbando sobre nuestras cabezas. Y aquí no hay bombardeos, no hay guerra. Se acabó.”
¿Quién corrige todos estos errores? ¿Quién remienda todas la infancias descosidas? ¿De qué manera se recupera el olor del terruño y la ternura de los días felices? ¿Cómo se compone un mundo enfangado de locura? Cada muerto y su historia sin terminar es memoria que nunca más tendremos. Cada cuerpo y sus huesos pudriéndose a la intemperie es el relato de una vida que siempre puede ser la mía. ¿Será que no tenemos remedio y estamos condenados a enterrar el amor?