
Precisamente el pasado y la conexión con éste es lo que nos permite construir lo que llamamos historia. Ésta no es un compilado enciclopédico de nombres y fechas de batallas, sino la memoria colectiva hecha tradición. Las tradiciones por su parte no se reducen a celebración de rituales atávicos, son un modo de ser que se impone como una característica que distingue a un pueblo de cualquier otro. Cuando hablamos de historia y tradición nos referimos a seres humanos protagonizando sus vidas en el mismo lugar que hoy habitamos, gente igual que nosotros a la que le ha tocado vivir su tiempo en una historia que ahora compartimos. Les llamamos antepasados, pero son mucho más que eso, es una familia.
La plaza no es un depósito de imágenes, sino la médula de la memoria. Cuando los españoles acometieron la invasión de nuestras tierras lo primero que hicieron fue fundar ciudades las cuales siempre nacían con una plaza y una iglesia. Con la plaza se erigía una nueva simbología del poder civil y con la iglesia se imponía un nuevo paradigma de fe. Más tarde las plazas fueron el lugar donde durante las revueltas independentistas se proclamó una trasformación definitiva de las condiciones de sometimiento. Sin embargo, durante la república fue expropiado por el criollaje y puesto al servicio de los nuevos grupos de poder. Así el espacio fue vetado a los indígenas, quienes una vez más eran extranjeros en su propia tierra. En el caso particular de Cochabamba eso cambió con la “Guerra del Agua”. La toma de la plaza no concluyó tras la expulsión de la transnacional que quería lucrar con la sed, desde entonces fue un territorio de encuentro y debate. Recortes de periódicos, una mesa con libros, asientos improvisados y una pizarra fueron una autentica universidad pública.
