El poder del sentido

El diminuto instante que nos toca de vida nos ata irremediablemente a nuestro propio fin. Cada respiración es el anuncio crucial de que recorremos el único rumbo para el que hemos nacido: la muerte. Felizmente es aquel pánico por el fin el que nos moviliza, empuja nuestros pasos y nos aventura a cada mañana mientras hay vida y los caminos nos lo permiten. Indudablemente, porque lo hemos experimentado, descubrimos que los pasos son difíciles, los caminos a momentos extraños y la vida una infinita pregunta. Es así como nos dislocamos a lo profundo de nosotros mismos, ensayando respuestas; escarbamos nuestras entrañas buscando semillas y cerramos los ojos escogiendo argumentos para la ternura.

Puesto que morir es un hecho que no podemos negociar, nos jugamos en nuestras respuestas, sembramos nuestras semillas y hacemos lo posible para exhalar todo el amor que poseemos. Sin embargo, cada ruta y su sendero son diversos y el mundo está habitado por todo lo bueno y lo malo que podemos llegar a ser. Así la historia se construye, con intervalos de reconciliación y disputa, frio y calor, miedo y dulzura. La humanidad a la que pertenecemos nos engarza a su tiempo y nos demanda a cada uno y cada una posicionarnos frente al presente. Entonces las elecciones ya no se circunscriben apenas a la pequeña vida, sino que entramos en conexión con la totalidad de lo que ha vivido y espera vivir. De cierto modo nos preñamos del mundo y el mundo nos pare de nuevo para enfrentarnos a él.

Desde los adentros vomitamos nuestras esperanzas, en esa inmensa llanura interior queremos coexistir con el infinito, desparramarnos en la historia y pertenecer al presente todas las veces. Aunque sabemos que no podemos, de cualquier manera nos guardamos la ilusión; porque esa es nuestra y nos ha dado la gana de creer en ella. Lo más probable es que nunca se trató de burlar a la muerte, sino de morir sabiendo que ha valido la pena. Que todo lo que hemos sido, sin bien un día quedará resumido en el viento, compartirá el continuo viviendo de universo. Una evidencia que lejos está de ser metafísica, pues para ser verídica tiene que haber sido vivida.

Todas las dimensiones interiores, auténticas en cuanto sueñan y florecen, se entregan a la solidaridad. Casi siempre primero con uno, pero impostergablemente después hacia los demás. Es mucho más que convivencia, no tiene nada que ver con ciudadanía, inclusive está muy lejos de lo que podríamos considerar lo moralmente bueno. Se trata, ni duda cabe, de todos los excesos del amor, de esa inexplicable capacidad de desbordarnos y ser capaces inclusive de perder la vida por quienes amamos. Toda esa potencia escupe llamaradas y se goza feliz quemándose. Como una pira palpitante, con cada latido derrumba los imposibles y se convence que todo puede ser distinto; que los errores podrían no existir, que el dolor realmente debe desaparecer, que la desdicha puede quemarse de sonrisas.


Entonces morir ya no es tan grave... ya no nos duele tanto. De cierto modo, aún apuñalados de miedo, nos lanzamos al abismo dándole sentido a un morir distinto. Una pequeña muerte, para una pequeña vida que se muere porque la vida sea más bonita.