Desde el principio de la historia humana la religión ha jugado un
papel fundamental en el proceso de construcción de la identidad y la
memoria de los pueblos. Existen muchos motivos para la necesidad de
una referencia divina, pero el principal de todos es la finitud. La
mortalidad del ser humano propicia un interminable repertorio de
preguntas. Cada una indaga sobre habido antes de la vida y la
consciencia, así como acerca de lo que ocurre tras el fin del ciclo
de nuestra existencia. A pesar de todo nuestro ingenio narrativo para
elucubrar explicaciones ninguna de esas preguntas puede ser
respondida realmente. El aparato discursivo nacido de estos intentos
de explicación es el germen de las religiones.
A pesar de que la fe es un acto individual no puede ser ejercitada en
el ámbito estrictamente personal. La profesión de un credo está
atada la teología del pueblo en el que se ha nacido. De tal manera
que la religión es situada e histórica. En otras palabras, lo que
creemos y el modo cómo expresamos nuestras creencias depende del
azar. No obstante, la actualización del mito que sostiene el dogma y
el hecho religioso depende de cada generación. El discurso y la
materia de la fe no es inmutable, las expresiones de religiosas
cambian y se transforman; aunque hay un marco de referencia que se
mantiene en el tiempo, la dinámica cultural con que se manifiesta la
fe cambia constantemente.
Dios es una fotocopia del concepto de humanidad que ha construido
cada puedo. En Dios proyectamos lo mejor que queremos para nosotros
como comunidad. El marco de ético y de valores que junto con la fe
se profesa estructura un hábito y formas de convivencia entre los
propios y con los diferentes. Antes de la aparición de sistemas de
justicia basados en un corpus legal lo que estaba permitido o
prohibido dependía de su compatibilidad con el aparato religioso. Es
por esa razón que algunas religiones, sobre todo las monoteístas,
elaboraron textos sagrados que ayudasen a conservar una tradición
que garantice un estilo de vida común y unas prácticas en
conformidad a lo estipulado por el dogma. Es usual que dichos textos
sagrados se consideren divinamente inspirados o escritos por el
mismísimo Dios. El objetivo no es otro que evitar la transgresión a
la costumbre.
En la imagen que cada pueblo ha elaborado de Dios están depositadas
las respuestas de todo aquello que todavía no alcanzamos a
comprender. El inicio de todo lo existente tiene su origen en un
dios, aquello que nos ocurre luego de morir es idealizado con mitos
que nos remiten nuevamente a un dios y su voluntad. Cuando no
podíamos explicar hecatombes, tragedias, terremotos y eclipses un
dios con ira podía ser la mejor respuesta ante la desgracia. La
ciencia ha allanado el horizonte hacia explicaciones cada vez más
complejas y complejas sobre el funcionamiento del mundo y la
realidad. Sin embargo, la ciencia se comporta exactamente igual que
la religión, con la diferencia de que sus argumentos se asientan
estrictamente en lo sensible. Prescinde de seres idealizados desde
una matriz cultural para componer un dogma objetivo de las leyes de
la física. Ahora bien, lo que conocemos de la realidad es tan poco,
que nuestra fe en las afirmaciones de la ciencia siguen la misma
lógica que la religión. Lo que es claro, es que tanto la fe como la
ciencia nos ayuda a comprender mucho mejor el fenómeno humano y
mientras más claro tengamos quiénes y qué somos mejor podremos
responder a la finitud.