El derecho a la protesta está
garantizado constitucionalmente dentro de los derechos civiles
inscritos en nuestra Constitución. El artículo 21 reconoce y
garantiza la libertad de pensamiento, la de reunión y asociación,
además de la libre expresión y difusión de la propias opiniones.
Cuando un grupo de personas se reúne en las calles o las carreteras
con el propósito de protestar por lo que sea que fuere, éstos están
ejercitando a plenitud estos derechos. Ahora bien, todo libre
ejercicio de derechos esta sujeto a que estas libertades no vulneren
los derechos de los otros. Sartre lo explica así: “mi libertad
termina donde empieza la de los demás”. Otros incisos de los
artículos 21, 22 y 23 protegen entre otros la libertad de
circulación, el derecho a la libertad y la seguridad personal.
Precisamente la Constitución reconoce que la dignidad y libertad de
las personas son inviolables y el Estado debe protegerla de manera
primordial.
Nuestro modo de vida no necesariamente
se corresponde a lo que un tratado de derechos y deberes afirma en
sus letras. De hecho ese acuerdo social es un horizonte que debemos
construir constantemente para lograr un convivo armónico entre todos
los miembros de esta comunidad que llamamos Bolivia. A pesar de todo
lo que nos une hay un sinfín de variables que nos separan y
distancian. La auto-identificación étnica, la condición de clase,
el nivel económico, el estatus social son algunas de las fronteras
que condicionan los alcances de nuestra libertad. No sólo eso,
además entre todas las partes existe una pugna constante por el
control del poder y el discurso. Lo cual da lugar constantes
tensiones y violencias socapadas. Todo ejercicio de violencia lleva
intrínsecaente una vulneración de los derechos y libertades de la
parte sometida. Citando una vez más a Sartre: “El infierno es el
Otro”.
Bolivia ha construido su dialéctica
en esa lógica. Hemos desarrollado los capítulos más importantes de
nuestra historia conjurando a la guerra y la muerte. En el tiempo de
la colonia, durante la guerra federal o en la etapa de las dictaduras
el sector oprimido ha encontrado en la violencia la única respuesta
efectiva en contra de una violencia institucionalizada. Eso se debe a
que los canales representación e intermediación en los conflictos
estaban cancelados. Inclusive en el tiempo democrático toda esa
escenógrafa se repite. En las denominadas Guerras del Agua y del Gas
o en los incidentes ligados a la promulgación de la Nueva
Constitución la pugna por la reconfiguración de la geografía del
poder requirió del concurso de los muertos. Hemos hecho del luto una
palanca de presión, un instrumento para desbaratar la hegemonía de
un grupo dominante mediante el dolor y la ira. Los lamentables hechos
de sangre recientes en el enfrenamiento entre el Estado y el
cooperativismo minero son la prueba de la vigencia de esta dialéctica
infernal.
El respeto a la ley por sí misma no
tiene ningún sentido. El marco jurídico en el que nos movemos
existe para normar o condenar aquello que sale de esos límites. En
consecuencia la libertad es el bien supremo antes que la ley. Para
que la libertad sea completa la vida misma debe plenificarse. Tanto el
Estado como los ciudadanos deben estar dispuestos a ponerse límites
y transformar esta cultura de violencia que nos gobierna, porque eso
no es vida plena. Mientras sigamos pensando que bloquear es normal,
matar al otro seguirá pareciendo necesario.