La fe y las creencias atienden el
ámbito del espíritu. Aunque puede ser explicada racionalmente la fe
es un acto irracional, puesto que sostiene todo su aparato dogmático
bajo la premisa de la existencia de un dios. Afirmar o negar la
existencia de dios no es un punto de debate, mientras no se pruebe
que este existe o no con certidumbre absoluta, cabe siempre una duda
razonable. Lo que si se puede cuestionar es la imagen que se ha
construido de dios. Todas las religiones construyen su sistema de
creencias a partir de un legado cultural. La herencia de
conocimientos y aprendizajes a lo largo del tiempo proporciona a los
pueblos elementos que le ayudan a darle forma a la imagen de dios. No
obstante esa construcción no es ideal ni mucho menos. El dios de un
pueblo adopta todas las posturas positivas y negativas de una
cultura.
En consecuencia dios es una creación
cultural, por lo tanto histórica y se adapta a los cambios que las
propias culturas van promocionando durante el tiempo. Esa creación
es una ficción, en otras palabras la gente cree en un ser imaginado
por dentro de los márgenes de posibilidad de cada pueblo. La enorme
diversidad humana se expresa también en la variadísima posibilidad
de dioses existentes. Una vez más, el asunto en cuestión no es
negar la existencia de un dios, sino el hecho de que es absurdo que
dios quepa únicamente dentro de la concepción que una cultura se ha
hecho de lo divino. Por tanto, tampoco se puede hablar de una
religión verdadera.
Ahora bien, la historia de las
civilizaciones nos demuestra que el dominio de una cultura sobre otra
se legitima no sólo por la ocupación del territorio, también
deviene por la violación de la mujeres; pues con ello se materializa
una nueva generación de hijos nacidos bajo el nuevo régimen con la
sangre de los perpetradores. Asimismo, la religión sirve como
instrumento de sometimiento. Mientras la carne y la sangre imponen
una nueva condición humana, la fe y sus dogmas inoculan un nuevo
sistema de valores convenientes a la doctrina del perpetrador. La
historia americana es el resultado de esas consecuencias, por un lado
toda la ideología del mestizaje no hace otra cosa que cuestionarnos
una y otra vez respecto a nuestra identidad; a pesar de vivir según
nosotros docientos años en independencia. Entre tanto, la religión
que ahora profesamos nos interpone toda una estructura de valores que
consideramos es la mejor y más conveniente para vivir rectamente por
encima de las leyes positivas.
Los Estados modernos se construyen
bajo la premisa de la objetividad científica, en definitiva lejos
del paradigma de las supersticiones. Por tanto la ley no se basa en
dogmas sino en lo que objetivamente es parámetro de justicia. Ahora
bien, la justicia es una construcción cultural, que nos guste o no
es dada no por la ciencia sino por la costumbre y la conciencia
colectiva de lo “normal”. Entonces la ley positiva no es perfecta
puesto que el “positum”
(lo dado) humano no parte de la nada, antes bien de la herencia de un
largo recorrido de conquistas, ocupaciones, sometimientos y
arbitrariedades del capricho de lo que llamamos civilización. Lo
único que nos distingue del mundo animal es nuestra capacidad de
construir cultura, no obstante, eso mismo es nuestra propia condena;
ya que por ella propiciamos todos los argumentos de nuestras guerras.
Infelizmente la religión es el catalizador de toda nuestra
perversidad, tanto cuanto lo convertimos en el único recurso para
distinguir la verdad.