El dolor y la muerte son probablemente los
gestores protagónicos de la experiencia religiosa desde los orígenes
de la humanidad. La única certeza existencial que poseemos es
nuestro propio final, pero el modo en que lo entendemos y las
posibilidades que se generan después de ella están enmarcadas
dentro de idearios escatológicos, profundamente afincados en sus
respectivas tradiciones religiosas. Inclusive dentro de una misma
religión podemos encontrarnos con decenas de interpretaciones
distintas sobre un mismo tema o realidad espiritual.
Como bien sabemos la corriente cristiana-católica
privilegia la resurrección personal e inmediata. Las personas
resucitan con Cristo resucitado. En contraste, en el protestantismo
se afirma que hay una espera para un juicio de resurrección. En
ambos casos la argumentación aún se elabora desde categorías
metafísicas que todavía insisten en lugares de un imaginario
medieval. Por ejemplo, el concepto católico de purgatorio es un
estado de purificación al que el alma debe someterse tras de la
muerte del cuerpo. Para la gente del pasado ese lugar era tan real
como todo lo que los sentidos alcanzan a percibir. Hoy, tanto el
purgatorio, el cielo o el infierno han dejado de ser lugares, para
pasar a ser comprendidos como estados.
Sin embargo insistimos en el dualismo de cuerpo y
alma, entrampándonos nuevamente en una discusión estéril por la
existencia o ausencia de un mundo ultraterreno imaginado. Quienes
creen que lo mejor es maquillar los conceptos medievales, sostienen
que el trance de la muerte ya es el purgatorio merecido por nuestra
infidelidades al amor. Al contrastar esto con la idea de paraíso
musulmana, en el Islam no existe un espacio de purificación y de
hecho quien haya sido incondicionalmente fiel a la voluntad de Dios
será bendecido con un cielo sexualmente gozoso.
Pero volviendo al tema en su totalidad, lo que
está de fondo es cómo las religiones lidian con el asunto del mal.
Para el musulmán la recompensa celestial es consecuencia de una
existencia vivida en fidelidad y compromiso radicales con la ley
coránica. El cristiano sostiene que Dios murió y resucitó por amor
a la humanidad y ese es el paradigma a seguir. En tanto que en el
judaísmo el tema es sumamente pragmático, la Ley es un regalo de
Dios y es un modelo que puede y debería ser imitado por todos. No
obstante, lo que cada religión oculta detrás de su cielo es un
componente ético fundamental que cierta forma debiera vencer a la
muerte y nos ayude a todos a vivir cada vez mejor.
Es aquí cuando nos encontramos
delante de una perversa contradicción. Las cruzadas, la masacre de
los pueblos indígenas, el holocausto propiciado por los nazis, dos
Guerras Mundiales son eventos de verdadera muerte mundial. Cada uno
de ellos es leído por sus protagonistas de distinta manera y
repercuten profundamente en la actualidad de las religiones. De esta manera las creencias y la fe sucumben a la realidad terrena y las
limitaciones humanas. No podemos olvidar que fueron los cristianos
quienes perpetraron los crímenes más atroces de la historia
contemporánea. Hoy mismo el fundamentalismo islámico se arroja
contra edificios repletos de gente y los talibanes le disparan a
niñas con libros. Por el otro lado el cristianismo anglosajón se
lanza a una cruzada en Medio Oriente; mientras que el judaísmo
aprovecha el alboroto para seguir robando territorio palestino.
Seguramente nada de eso tiene que ver con ganarse el cielo, o ¿tal
vez sí?