Cuanto más sabemos de lo humano más comprensible es nuestra
pertenencia a un profundo entramado vital. Sin embargo el poder del
hábito todavía nos traiciona. Nuestras diferencias nos han hecho
creer largamente que vivíamos depositados en islas, que nuestra
condición de existencia era cada una distinta no sólo por su
geografía sino incluso por su ontología.
El ser humano en toda su extensión histórica se ha expresado
mediante huellas. Muchas de ellas son pedazos de barro o huesos
secos, pero hay otras que son marcas y se comunican. Un fósil de
nuestra materia orgánica es siempre apenas un dato, pero los pedazos
de materia trabajada por las manos de ese fósil son otra cosa. Un
poco de tinta sobre una roca sombría, una piedra labrada o las
figuras que sobresalen de la arcilla cocida se presentan como
testamento. Todo cuanto puede lo humano se expresa de su mejor manera
mediante el arte, pues se conserva y se reaparece junto a sus huesos.
Mientras todo lo demás muere, se hace polvo, vive de otra manera y
muy pocas veces vuelve a ser humano; el arte parece inmortal.
Discurre como si no se perteneciera a nadie, se está y trae consigo
las manos de su gente que nos saludan amablemente.
A pesar de esta poderosa manera de confundir a la finitud, el arte no
está libre de una pesada carga de condicionantes que no sólo
limitan las posibilidades del arte, sobre todo limitan los verdaderos
alcances de lo humano. Es desde aquí y hacia allá mismo que se
decanta nuestra palabra en pos de cuestionar el statu quo del arte.
Nos quieren convencer que en la repetición de convenciones se
encuentran todas las formas. Dicen que hay escuelas pobladas
solamente de maestros. Juran que los estilos son una aritmética que
regurgita fronteras históricas y en consecuencia deben
corresponderse con unas épocas. Cuando desencajan de su nicho esa
producción artística es considerada una corriente y si no encajan
en ningún depósito positivista lo intitulan como “alternativo”.
Cuando ningún académico o crítico de arte les pone nombre, aunque
la gente de a pie si los valora, aparecen los antropólogos para
bautizar con sofisticación y amaneramiento ese arte como “folclore”.
Ahora bien, en justicia ninguno de los vivos de hoy tiene la culpa.
Al menos no de las manías, mas sí de la reproducción de los
prejuicios. Todo deviene de no habernos interrogado ni cuestionado
sobre los orígenes y las matrices de las fuentes de donde emanan la
consciencia, la percepción de la realidad y nuestro discurso para
comprenderla. Esto se demuestra en el triste hecho de que cuando
alguien aspira a que lo tomen en serio debe remitir todos sus
argumentos a la tradición griega y la cosmovisión cristiana. Esto
no afecta únicamente a la crítica del arte sino también a la
producción artística en todas sus formas. Hay que convencernos que
el arte que desarrollamos tristemente carece de identidad, sin duda
hay genialidades y nos admiramos con ellas, pero el patrón se
repite. Pues nuestro punto de referencia son imposiciones estéticas
y normativas que nosotros mismos aceptamos como válidas. Así, lo
bueno y lo malo viene cortado con la misma tela. ¿A qué se debe
este embrujo?
Mucho tiene que ver con nuestra perspectiva de origen. Conocer y
comprender profundamente las matrices que sostienen y transforman
nuestra cultura es lo que permite reinterpretarnos históricamente.
El problema radica en que pensamos cándidamente que nuestros
orígenes están en el mediterráneo heleno y nuestro dios es un
mártir judío.