El arte de la Fiesta

El caso del arte de la fiesta está, fundamentalmente para el caso americano, muy vinculado al hecho religioso. Pero también se habla de toda fiesta que se erige en la compleja arquitectura de lo multívoco y lo hace con un conjunto de representaciones dispuestas como una unidad que por sí misma es bella y complementaria a la moda del gusto. Por tanto, es toda fiesta y no exclusivamente la religiosa que, en su montaje, representación y desaparición, supone una experiencia similar a la que podría convocarnos un “cuadro”. Su marco supone un “nexo vital” y además es una referencia mediadora del pasado y el presente. Ésta “aparece como una temporalidad histórica” la cual, en cada caso es distinta pero vinculada con su tradición.

El concepto de folklore ha desvirtuado la verdad del arte en su fiesta. Folklore, tanto en su versión ontológica como la gnoseológica, es prácticamente el concepto estandarte de antropólogos y etnólogos para la apología de lo autentico, lo original, y “lo nuestro”. El concepto que acuñó Thoms no es precisamente afín a la propuesta de Tylor, que desde el concepto antropológico de cultura, hablaba de «supervivencias» culturales (survivals). Pues son muchos los contenidos folklóricos que no pueden ser considerados supervivencias. Thoms parece precisar la objetividad del concepto en función a unas tradiciones que han subsistido: la «sabiduría tradicional de un pueblo».

En el momento en que se ha creído que es posible un arte libre, entonces el otro arte no fue más que una consecuencia del mito; un mero recurso auxiliar de la pregunta y no la pregunta misma. Una danza ritual no es menos artística que su representación dramatizada en un teatro o en carnaval. Una composición de Bach no dejó de ser menos artística dentro de la liturgia o cuando es ejecutada en un teatro con gente “distinguida”. Simplemente el juego se realiza con otras referencias. Lo paradójico es que cuando lo mítico fue revalidado como una ruta ontológica, entonces se buscó con verdadera obsesión conservar el mito, convirtiéndolo en la voz unívoca para la recuperación de lo auténtico ante la aparente desaparición de las diferencias en una sola forma que las absorbe.


La conciencia de lo folklórico no sólo es un prejuicio nocivo para la interpretación del pasado como mito (o esos saberes de la tradición), sino que la propia representación presente de ese saber es visto como mero folklore y ya no como arte: y ése, lamentablemente, es el caso de nuestras fiestas. Diabladas, tinkus o morenadas, entre algunos, encaran un diagnóstico gnoseológico, despachando lo ontológico a lo original y resolviendo el presente como extensión. Allí se congregan danza, música, arquitectura, pintura, escultura; y cómo no, poesía. Aunque la conciencia estética nos fuerce a creer que el arte hay que buscarlo en “bellas artes”, es preciso volverse a lo que realmente se puede vivir hoy como arte. Su fundamental dependencia con el hecho religioso (no sólo para el caso de la fiesta) no es una traba, ni una recaída a un momento decadente por su contenido mítico. Ese vínculo es el que precisamente mantiene la mediación, pero ante todo, es lo que animará la comprensión que le conviene a la tradición; ya no como objeto del folklorista. Donde el pasado de una expresión dice tanta verdad como el presente de su re-presentación (incluso esos súbitos cambios provenientes del quejoso concepto de “alienamiento”).